sábado, 8 de septiembre de 2012


Jardín del Edén - El Paraíso original


En el libro del Génesis, el relato de la creación de Adán y Eva, su desgracia y su expulsión final del paraíso que Dios había dispuesto para ellos en la tierra ocupa el centro de las tradiciones judía y cristiana. La idea del Jardín del Edén ha hechizado la imaginación creativa de generaciones de pintores y escritores a través de los siglos.

El jardín más famoso del mundo era idílico, abundante en agua y alimentos. Adán y Eva tenían por compañía a “todas las bestias del campo y aves del cielo”. Los árboles ofrecían amplia sombra y un animado río recorría el terreno; una vez fuera se dividía en cuatro cauces: Pishón, Gilón, Tigris y Éufrates. Pero es todo lo que sabemos de él; su forma, tamaño y situación nos son desconocidos. El único árbol cuya presencia puede ser inferida con relativa certidumbre es la higuera, aunque tradiciones posteriores identificaron a la palmera con el árbol de la vida, y al árbol de la ciencia del bien y el mal, con el platanero.

Siempre se ha dado por supuesto que el Jardín estaba cerrado, aunque ello puede deberse a que el término paradisos, versión griega del Jardín del Edén, significa “terreno cercado”. Con estos escasos elementos, poetas y pintores, comentaristas y teólogos vislumbraron imágenes del Edén, sirviéndose a menudo de otras tradiciones para completar sus propias interpretaciones.

Quizá el relato más antiguo sobre un paraíso tal date del segundo milenio antes de Cristo. El
“Dilmun” sumerio, situado donde sale el sol, era la morada de los dioses, donde el dolor, la enfermedad y la vejez no existían, donde “el graznido de los cuervos no podía oírse”. Referencias más específicas a un jardín mágico (más parecido, sin embargo, al “jardín de Dios” del libro de Ezequiel que al Edén del Génesis) se hallan en la Epopeya de Gilgamesh, también sumeria. En ella, el héroe viaja a la cima de una montaña, “jardín de los dioses”, donde los matorrales relucían de gemas, los frutos eran de cornalina y las hojas de lapislázuli.

Las descripciones no bíblicas que más influyeron en las visiones cristianas posteriores del paraíso fueron las de los poetas clásicos. En el siglo VIII a.C., el poeta épico griego Homero describió un lugar al que llamó Elíseo, situado en el extremo del mundo y carente de nieves y vientos, sólo recorrido por una suave brisa. Contemporáneo de Homero, el poeta Hesíodo, en cambio, puso el acento en una existencia idílica, más que en el lugar mismo, y evocaba una era dorada en que la gente vivía en paz. Como Adán y Eva antes de la caída, nunca envejecían y, libres de fatigas, vivían de la abundancia de los frutos del lugar.

Homero y Hesíodo, así como los poetas romanos Virgilio y Ovidio, influyeron en la visión del
jardín desde los inicios del cristianismo hasta más allá del Renacimiento. Por ejemplo, en su obra épica “El Paraíso Perdido”, el poeta inglés John Milton (1608-1674) describió el Jardín del Edén con detalles vivos. Era una meseta amurallada sobre una montaña escarpada y boscosa, adonde se llegaba por un empinado sendero. Plantas aromáticas como el mirto y el bálsamo perfumaban el aire, pleno de cantos de aves; los árboles ofrecían sombra, las fuentes y arroyos brindaban agua de sobra. El genio de Milton consistió en tomar fuentes bíblicas y no bíblicas para crear un conjunto coherente. La perpetua primavera del jardín y sus fértiles suelos procedían notoriamente del Elíseo clásico.

El jardín como banquete para los sentidos es uno de los rasgos del paraíso islámico, que, a diferencia del Jardín del Edén, se halla en el cielo, no en la tierra. Según el Corán, los musulmanes perseverantes serán recompensados en la otra vida con jardines de ubérrimas fuentes y manantiales, umbrosos árboles y cómodos divanes para recostarse. Ataviados con túnicas verdes de seda, los elegidos disfrutarán de alimentos en platos de plata servidos por vírgenes “tan bellas como corales y rubíes”.

En tanto que los estudiosos islámicos se ocupaban en recrear el paraíso en la tierra construyendo idílicos jardines, hasta la Edad Media los cristianos se obsesionaron con la idea de hallar el Jardín del Edén. Unos creían que había sido destruido por el Diluvio; otros, que había sobrevivido gracias a su enclave sobre una montaña. También se decía que estaba en una isla de Oriente: Sri Lanka fue su sede predilecta.

A medida que el globo era cartografiado sin señales del Jardín, los eruditos volvieron al Génesis
en busca de claves sobre su paradero. Mesopotamia (nombre antiguo de Irak) surgió como el punto de partida evidente, dado que el Tigris y el Éufrates, que fluyen por la región, son mencionados en la Biblia. Pero Mesopotamia es muy extensa, y los otros dos ríos, Pishón y Gilón, no pudieron ser encontrados, así que no ayudaron a localizar con precisión el Jardín. Jerusalén y el Gólgota, donde Jesús fue crucificado, también fueron asociados con el Jardín. Puesto que Jesús era interpretado como el segundo Adán, resultaba satisfactorio vincular el lugar de su muerte con el sitio del que éste fue desterrado.

Se cree que la imposibilidad de dar con el Jardín del Edén fue lo que impulsó a los cristianos a seguir los pasos del Islam e intentar recrearlo. Para ello se basaron en la Biblia y los clásicos, no en el Corán, y, efectivamente, en los siglos XVI y XVII lograron forjar el paraíso en la Tierra en los jardines botánicos de Papua, París, Oxford y muchos otros lugares.

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